lunes, 26 de mayo de 2014

Una noche es una noche


Daban las siete de la tarde sobre aquel inmenso almacén. Hacía ya tiempo que las puertas estaban cerradas al público. Aquel establecimiento había sido antes un teatro de renombre.
Tú la mirabas nadar entre tantos trajes de tul, entre tantos collares brillantes y tantos chales de plumas. Querías que nunca parase de bailar. Ella sonreía. La música sonaba alta- tanto que los cristales de los amplios ventanales vibraban con aquella melodía.
Ella antes no era así y llegaste tú para cambiarla. Antes ella se paseaba a puerta cerrada, más sola, más triste y no dejaba que la ayudaran. Antes no era ella.
Y de pronto llegaste tú y le cambiaste todos los esquemas. Entonces comenzó a ser feliz. Lo veías en la luz de sus ojos, lo veías en todas las fotos que te sacaba mientras dormías con la vieja Polaroid y que además pegaba en el muro de pierda. Lo veías cuando le dabas los buenos días. Ella antes no se hubiese atrevido a bailar, pero contigo se sentía capaz de todo.
Corrió hasta el perchero de sus sueños. Aquel en el que guardaba todos sus vestidos, los que realmente le pertenecían. Todos blancos, todos de fiesta. Qué sería ella sin una buena fiesta, sin un dolor de pies, sin maldecir a aquel que había inventado los tacones para luego adorarlo… Te miró cómplice y enseguida adivinaste en su sonrisa lo que pretendía.
-Esta noche nos vamos a bailar.- Te susurró.- Una noche es una noche.
Todo por verla contenta.
A las nueve estuvo lista. Pero claro, tú ya la esperabas para abrirle la puerta. Arrastraste la silla a la que vivías pegado desde años atrás y le confesaste lo guapa que iba.
Vestido blanco, largo, pendientes; también largos, tacones de altura vertiginosa y el pelo suelto, con aires de libertad. Le colocaste una flor en el pelo y saliste para verla iluminada por las últimas luces del ocaso.

miércoles, 21 de mayo de 2014

El verdadero nombre de Ricardo

Colette llevaba horas en la proa del inmenso barco de vapor en busca del amor, en vías de la felicidad. No era para nada una experta en aquellos temas por muchas habladurías que hubiesen circulado por las calles parisinas.


Quedaban pocos días para llegar a la capital chilena y los nervios de la joven estaban a flor de piel. Esperaba encontrarlo.
Entre sus torpes manos se encontraba aquella levita que se habían dejado olvidada en el café Concord. Ella se había responsabilizado de aquella prenda, cruzando incluso el continente para hacerla regresar hasta su dueño. Aquellos ojos color caramelo intenso que la habían cautivado.
No habían dicho su nombre pero en el interior de la prenda rezaba el de "Ricardo Reyes- Santiago (Chile)" 
-¡Qué gallardo! ¡qué elegancia!-Pensó Colette.
Los sucesos de Moulin Rouge regresaron a su cabeza para importunarla y ella respiró hondo. Era cierto que siempre se metía en líos, que nadie le había dado nunca un voto de confianza y que su sitio hacía ya tiempo que se había desplazado de la ciudad de la luz. Por eso y por aquel misterioso joven de mirada perdida se propuso perderse en la inmensidad del mar.
Entró y salió del camarote, vigiló a todos y cada uno de los pasajeros a los que recordaba haber visto en el embarque y luego se sentó a descansar.
Pensó que era una alucinación cuando vislumbró entre las sombras del viento la figura del joven perfectamente recortada. Su rostro se volvió conteniendo la emoción y pensó bien antes de actuar.
Para cuando la solución vino a chocarse con sus ideas, Colette se encontraba inconscientemente junto al joven.
-¿Ricardo?- Se atrevió Colette en una pregunta apenas audible.
La mirada del joven aterrizó en los cabellos de la joven que tiraba de su pasado.
-¿Me está hablando a mi?- Inquirió el joven.
-Si esto es tuyo sí. Sé que no debo inmiscuirme en sus asuntos pero…se lo dejó en la cafetería Condor.-Apuntó con una sonrisa a la levita.- Me pareció usted un buen hombre y decidí traérsela. Cual fue mi sorpresa que sin haberlo pensado estaba en una embarcación de camino a Chile, sin haber sacado mis pies flamencos de la capital.
El rostro del joven se le antojó sereno y cauto a un tiempo. No acertaba a adivinar sus sentimientos porque tampoco lo conocía pero esperaba que agradeciese el detalle.
-Es mío, si.-Afirmó. Por fin una hermosa sonrisa decoró los labios del joven.- No tendría que haberse molestado, tengo más en casa.
-Si no era molestia. Añadió Colette.- Esta levita ha sido la excusa perfecta para alejarme de todo. Empezar de cero.
El joven cogió la levita. Ella pensó que se  marcharía y que aquel viaje no había servido más que para dar una vuelta en barco.
-Por cierto, no me llamo Ricardo.
Ella la miró a los ojos sorprendida. No quiso preguntar su nombre y él tampoco se lo reveló.
-¿Podría tutearla? Quiero mostrarle algo.
-Claro que sí. Mi nombre es Claudine, aunque me conocen por el nombre de Colette.
-Claudine…, es hermoso.- Susurró el joven más cerca.
Ambos recorrieron la cubierta hasta llegar a las cómodas hamacas de mimbre y se sentaron allí. El joven dejó la levita en la hamaca. Sacó con cuidado una pequeña libreta repleta de papiros que sobresalían de ella. En la tapa de aquella libreta rezaba: "Libreta de sueños, canciones"
-Ábrela por una página, la que quieras. Ese será tuyo.
-¿Ese?- Preguntó Colette curiosa. Mas antes de esperar, alimentó su curiosidad.
Página cincuenta y cuatro.


"Cuando veo de nuevo el mar

el mar me ha visto o no me ha visto?
Por qué me preguntan las olas
lo mismo que yo les pregunto?
Y por qué golpean la roca
con tanto entusiasmo perdido?
¿No se cansan de repetir
su declaración a la arena?"





-Todo tuyo. Te lo dedicaré.
-¿Son todos tuyos?
-Si.
Sin darse cuenta, Colette leyó una pequeña firma al ocaso de la página rugosa.
-¿Te llamas Pablo?
El joven no contestó en seguida. Miró al horizonte. Si. Pablo era el nombre de aquel maravilloso joven que había robado tantos corazones. Sin embargo, no lo había buscado. Él solo se dedicaba a vivir. Por eso se había cambiado el nombre, por eso había viajado hasta París en busca de su maestro. No quería destrozar más vidas con ayuda de unas pocas palabras, vehículos de sus alocados sentimientos.
-Me llamo Pablo.- Confesó a su oído.
Ella vio en las páginas siguientes que al nombre le acompañaba una única letra: N.
Había escuchado hablar de aquel joven. Era guapo, bien parecido, de buena familia. Nunca arreglaba corazones. Más bien su oficio era romperlos.
-Te conozco.- Susurró Colette.
Las luces del crepúsculo hicieron que aquellas dos vidas se unieran lentas en un tímido beso.
-Ha sido un placer, Pablo. Un placer acompañarte en esta vida.
Pablo días después la vio bajar de primera clase. Era guapa, mucho. Pero no era para él.
Se prometió que algún día, cuando las canas poblaran su cabeza iría en su busca y le daría las gracias. Le agradecería haberle abierto los ojos.



























No la volvió a ver. Nunca.
Los años pasaron. Día si y día también Pablo buscaba la mirada de la joven en el horizonte. Siempre escribiendo para liberarse.
Una mañana encontró una levita apolillada sobre el tercer estante del armario y la recordó, feroz como las olas. Decidió coger aquel barco, una última vez.
Llegó a París y dando una bocanada de aire la buscó por donde su memoria recordaba que había estado en un corto espacio de tiempo. Los pasos, traicioneros la llevaron a su lecho. Sin saber cómo ni por qué bajo una almohada llena de lágrimas encontró una pequeña página arrancada de un diario que le parecía familiar.
El comienzo de aquel poema hizo que su avejentado corazón corriera más deprisa. Colette.

domingo, 18 de mayo de 2014

Jugar a vivir sin miedo


Playa serena. Cinco de la mañana y me suplicas de no me vaya. Que hace tiempo que ya tiraste la toalla. Que quieres que deje de mentir, de mentirte. Quieres que te diga que te quiero aunque todo se nos desmorone y al mundo le de por caerse sobre nosotros. Quieres que coja tu mano y con ella me deslice sobre la profundidad de tu mirada.
De lejos aún escuchamos el rumor de las olas y lentamente van saliendo las primeras luces de la mañana.
¿Quién nos habría advertido de la incertidumbre del mundo? ¿Quién nos diría que a día de hoy somos dos mitades en un mismo cielo?
Tú con tus verdades y tus retos, delante de mi en una playa al otro lado del mundo, demasiado lejos. Un calendario de por medio y unos días que ya se fueron.

sábado, 17 de mayo de 2014

Desde Roma con Amor


Volver. Volver sola, acompañada, pero volver. Decidir pisar sus milenarias calles mágicas y regresar, después de todo. Parece que fue ayer y sin embargo, ha pasado una vida.
Salía de aquel cuarto sin ascensor, del Trastevere y la brisa de la tarde se empeñaba en jugar con sus cabellos.
Las luces del ocaso bailaban al son del ruido de aquella ciudad. Domingo joven, romano. Veia pasar varias motocicletas a su paso, alocadas como siempre. Tenía que llegar temprano. Hoy era su día de gritarle al mundo que vivir valía la pena.
Caminando sin prisa ni pausa llegó a su rincón favorito de aquel mundo. Andrea le esperaba al final de aquella inmaculada escalinata. Croissants para dos. Lo saludó como siempre y él decidió que era la hora del grito.
Bordearon el Quirinal dando un interminable paseo por la calle del recuerdo.
En sus oídos, Ferro les recordaba porque estaban allí, entonces y juntos.
Llegaron a vía del Corso y bajaron. De aquellos suculentos dulces no quedaba más que el sabor en los labios.
Coliseo.
Ochenta arcos y mil maravillas. Puera secreta, puerta sur. Siempre estaba abierta, el bueno de Tito...
La pareja se coló con facilidad y consiguió ascender hasta lo más alto para ver los últimos rayos de sol marcharse. Olor a jazmín en flor cuando llegaba el momento del grito. Un grito, y luego el otro. Grito de amor desde Roma, de pasión de libertad.
Había vuelto.

martes, 13 de mayo de 2014

"Te querré más todavía"

"Mario, no te vayas. No me dejes entre tanto espesor de vegetación. No huyas. ¿Nunca te han dicho que huir es de cobardes? No vuelvas a aquel mil novecientos ochenta y dos. Quédate conmigo, te lo ruego."
En un rincón quedaban viejas flores de la ansiada y pasada primavera. Flores a las que los ropajes de gala se les habían caído. Flores demacradas por un sol cegador. Continuaba allí en el alféizar de la ventana, apoyada, mirando la inmensidad del mar sin tan siquiera parpadear. La ilusión se había perdido, la magia le cogía de la mano y la envolvía con un aura brillante pero ella seguía allí quitándose importancia, con lágrimas en los ojos y ansias de vivir. Con sus palabras entre los dedos. Palabras que clavaban un puñal en su angosto corazón, con muchos años de diferencia. Pasaba páginas, más y más cada día y nunca terminaba, no encontraba el punto final.
"No te vayas, Mario"
Las horas, segundo tras segundo pasaban lentas. Desde la inmensa casa de piedra en lo alto del acantilado se podía distinguir su figura, siempre expectante. La hiedra, ya vieja había decidido recorrer todos los rincones de la casa. Ya poco quedaba de la que un día había construido aquel joven lleno de sueños y esperanzas.
Los años habían pasado con la juventud y las sonrisas a quemarropa. Los cabellos de Luz brillaban plateados con el alba. Sus ojos, aún inundados de lagrimas, continuaban vivos. Su corazón entre las manos, con cada letra escrita por él.
Y aquella primavera, la de la esquina rota decidió verla partir. Luz abandonó la casa donde un día fue feliz para ir en busca de Mario.
Antes de irse volvió la vista atrás, adivinó el sonido de las olas traviesas y continuó su camino.
"Hola…¿Me has echado de menos, Mario?"


"Es claro que lo mejor no es la caricia en sí misma sino su continuación."
M.B. (1982)


sábado, 10 de mayo de 2014

Perfección


Coraza bella y fuerte, corazón valiente.
Billete de metro hasta Picadilli, bufanda al cuello.
Día nublado, noviembre dulce.
-No sale el sol, no sale nunca-

Sentado en el lugar más transitado de la capital londinense con el gorro sobre la cabeza y las gafas puestas a pesar de la escasa luz, él piensa. Debe encontrar la forma de acabar con eso. Quiere dejar de aparentar que vive una vida perfecta, y gritarle al mundo que está perdido y que no sonríe desde hace tiempo. Mira una a una las personas que confluyen en aquel vagón. Qué bonita la vida.
Necesita aire, respirar hondo y confesar otra de tantas cosas que le oprime el pecho, y le ahoga el corazón. Él, sonrisa perfecta, ojos verde tristeza la busca.
Desapareció sin decirle nada, y no pudo retroceder en el tiempo para encontrarla.
Aprieta con los dedos un pequeño trozo de papel arrugado, doblado mil veces que reza su dirección.
Una llamada le saca de sus pensamientos y raudo se levanta para salir de aquel pestilente vagón. No aguantaba más.
En la calle hace frío. El cielo es de color vida feliz, es de color rosa. Las farolas a lo largo del paseo comienzan a danzar con una tenue luz.
De pronto la ve.
Ella levanta la vista, como si supiera que alguien la estaba mirando. A través de los cristales empañados de sus gafas, el joven adivina el brillo de sus ojos.
-No te vayas…-Susurra él acercándose.
-¿Qué es lo que te pasa últimamente?- Pregunta ella llevando puesto el disfraz de indiferencia.
-¿Qué me pasa? ¿Por qué?
-Porque el teléfono de casa no suena. La pintura del óleo que hicimos se está secando, tu taza de café se ha quedado fría sobre el alféizar de la ventana, el segundo juego de llaves no está sobre el felpudo y el cajón de tus calcetines está vacío…
-Con lo fácil que es decirme que me echabas de menos.- Suspira él con una sonrisa amarga.
-Puedes tener a muchas detrás tuya.- Una lágrima se resbala por su mejilla.
-¿No te ha quedado claro? No quiero otras. Te quiero a ti. Quiero que me despiertes como haces cada mañana, necesito nuestra pelea de almohadas. Quiero dejarte notas por todas partes y que tu las encuentres y sonrías. Quiero que estos meses, lo que hemos vivido no acabe. Y no sabía cómo decírtelo sin que el secador aterrizara de nuevo sobre mi cabeza.
-¿Por eso estabas triste?- Quiere saber ella.
-¿Triste yo? Venga…-Bromea él.
-No me mientas…-Murmura frunciendo el ceño.
-Pensé que te había perdido para siempre.

Guiñar al sol

Acariciar esos recuerdos con los dedos de una sola mano, agarrarlos fuerte... ¿Cómo puede doler tanto echarte de menos? Dicen que se echa de menos la persona en la que nos convertimos cuando estamos con otros y puede que sea verdad.
¿Cómo podemos ser tan cómplices de una persona? Cuánto pueden cambiar las cosas…
Ya desde hace tiempo. Las cosas no son las mismas. Las conversaciones de madrugada terminaron, las ganas se fueron extinguiendo. ¿Dónde quedan todas las risas? Las estoy buscando, y eso que no se me da bien buscar, pero no por eso he dejado de hacerlo. Somos dos vidas paralelas que se volvieron locas y decidieron cruzarse en el camino, dos náufragos sin una isla desierta y dos mensajes en botella. Pregúntale a las estrellas cuánto hace que no sonríes como antes. Ellas te traerán de vuelta.
Porque te necesito a mi lado. Necesito que seas tú, de nuevo, quién entienda cuando no quiero sonreír y que vengas a abrazarme, necesito nuestras bromas. Necesito todas aquellas pequeñas cosas que aunque puedan parecer insignificantes me hacían feliz. Sigo siendo feliz, pero menos. Te echo tanto de menos…
Encuéntrame. Sin ti, me pierdo.

a N.

domingo, 4 de mayo de 2014

Siempre nos quedará París



-Despierta, hemos llegado. 
Ella se frotó los ojos con ambas manos. Llevaban horas en el autobús y había llovido durante todo el trayecto.
-Tenemos que ver muchas cosas.- Le volvió a sacar Mario de sus pensamientos.- Aligera.
-Mario,-Dijo ella.- te quiero.
El joven la miró tiernamente a los ojos. Ella le enseñaba a frenar, a vivir. Era cierto que debían darse prisa pero, si iban sin aliento no podrían apreciar las maravillas de la vida.
Mario la abrazó y de la mano la bajó del autobús. Una brisa fría les recorrió la espalda de arriba a abajo. Elena, todavía aturdida por el sueño se desperezó. Mario observó a la chica de sus sueños. Quién le diría que tras pasar por tanto estarían en un autobús de camino a París…Impresionante. Cómo se dejaba convencer. Aquella forma de morderse el labio de Elena se le antojó maravillosa. Otro motivo más de su sonrisa y una idea que voló fugaz hasta aterrizar en la cabeza de Mario.
-Elena…-Susurró a su oído.
Ella tembló como una hoja oponiéndose al viento del norte.
-…tengo una idea.-Terminó el joven.
Cogió con cuidado las maletas y de la más grande sacó un pañuelo colorido para vendarle los ojos.
-No puedes ver hasta que hayamos llegado.- Confesó ante el ceño fruncido de la joven.
Años atrás, cuando Mario había viajado a París con sus padres y todavía era un niño, encontró por accidente el lugar más mágico del mundo. Estaba allí, en la ciudad de la luz, y era solo suyo. Anduvieron durante unos minutos de la mano a través de las pobladas avenidas hasta que el joven indicó a Elena que se parase. La joven, intrigada, apretó aún más fuerte la mano de su novio.
-¿A dónde me llevas?- Quiso saber.
-Es un secreto.- Respondió Mario divertido.
A Elena le pareció que habían entrado a un edificio, debía de ser viejo a tenor del crujido de las escaleras de madera. Luego escuchó el chirrido de una puerta metálica y algo de luz se hizo ante la oscuridad de sus ojos cerrados, acompañada de una brisa de primavera.
Mario le soltó la mano y ella se sintió perdida. Aún así esperó. Escuchó que los pasos del joven iban de arriba a abajo. Buscaba algo que hacía quince años que había encontrado y escondido para una ocasión como aquella. Allí estaban. Bajo la florida enredadera, demasiado salvaje. Sacó dos copas de cristal, algo desgastadas y una botella de vino cerrada herméticamente. Mario estaba seguro de que antes de él, aquel lugar había sido la maravilla de otro romance de otoño. Siguió hurgando y encontró un pequeño trozo de tela rojo. Lo extendió sobre el balcón y colocó las copas y el vino sobre el mantel improvisado.
De pronto recordó que las tenues luces que habían iluminado aquella especie de jardín en otro tiempo se encendían  desde dentro. Corrió al interior y cuando dio con el interruptor salió fuera de nuevo.
-Ya puedes quitarte el pañuelo.-Musitó Mario al oído de Elena.
Ella tiró de aquel nudo para encontrarse aquel escenario salido de una película de época. Probablemente estarían en uno de los edificios más antiguos y elegantes de París, en la última planta. En el horizonte del Sena los colores se volvían intensos. Estaba atardeciendo y las nubes que habían invadido el cielo habían salido huyendo. Aquella torre, impertérrita coronaba la ciudad maravilla. Los labios de Elena aún estaban entreabiertos por la sorpresa y la joven miró a Mario, mientras estos se tornaban en una sonrisa.
-¿Cómo has encontrado este sitio?- Preguntó la joven.
-Igual que a ti.
Ella le regaló otra sonrisa. Aún así, seguía sin saber la respuesta.
-Lo encontré por casualidad.
Abajo en la calle ña música comenzaba a inundar el ambiente, transportando a la pareja a la Bohème francesa. En el cielo las luces que aquella torre y las estrellas competían por ver quien brillaba más fuerte.

El arte de vivir bailando


Es un sentimiento. 
Baile.
Acordes de una guitarra, guitarra española en una noche serena, que suenan lentos al compás de un ritmo, de unos pasos de tacones desgastados.
Volantes que vuelan frenéticos siguiendo los pasos marcados por otros. No siguen un camino, completan un círculo.
El cabello recogido, a ratos, a tientas, peinetas que lo adornan y unos pétalos de la mano de un cáliz demasiado fresco en uno de los lados de su rostro.
Faroles que iluminan ese rostro, calles demasiado largas que nunca terminan; brisa marina adornada por las noches de verano.
Quédate con ella de por vida.
Uno de sus brazos se eleva solo sobre su cabeza; su mano acompaña las notas secas que salen del cajón que otras manos tamborilean.
Una caída tras otra, y vuelta a empezar. Unos lunares que se extienden por toda su geografía. Un deseo de olor a azahar. Todo en blanco y negro para después colorearse con cada puesta de sol.
El sudor de un esfuerzo demasiado sufrido, un esfuerzo completado que ha dado sus frutos. Una sonrisa entre sus brazos puestos en jarra.
Las manecillas del reloj paradas. No es que no marquen las doce, es que ya ni siquiera marcan.
Otra rumba de voz aterciopelada.
Ansias de sur, de vida.

jueves, 1 de mayo de 2014

Del verbo echar, complemento de menos

Tengo una duda. Me gustaría saber por qué después de tanto fuimos tan poco. Quisiera poder ser capaz de articular palabra. Me gustaría decirte que te echo de menos y que tengo miedo de perderte pero no puedo hacerlo. No me sale. Siento que ya se ha acabado todo, siento que molesto y que sobro. Y eso era lo último que quería.
Me gustaría que aunque las cosas hayan cambiado, pudiéramos reírnos de la vida, al menos seguiríamos haciendo algo juntos. Me gustaría no perder amigos,poder conservarlos siempre.
A veces pensamos que nos lo merecemos todo pero yo no estoy en condiciones de pedir y menos ahora. Odio esta sensación. Esa de sentir que ya nada vale, que eres una extraña en tu propia vida, es esa que sientes cuando una punzada te atraviesa el corazón. Ni un hola, ni un adiós. Supongo que es lo que queda, lo que me merecía.


        a M.